Había un tipo que andaba por el mundo con un ladrillo en la mano. Había decidido que a cada persona que lo molestara hasta hacerlo rabiar, le tiraría un ladrillazo. Método un poco troglodita pero que parecía efectivo, ¿no?
Sucedió que se cruzó con un prepotente amigo que le contestó mal. Fiel a su designio, el tipo agarró el ladrillo y se lo tiró. No recuerdo si le pegó o no. Pero el caso es que después, al ir a buscar el ladrillo, esto le pareció incómodo.
Decidió mejorar el “sistema de autopreservación a ladrillo”, como él lo llamaba: Le ató al ladrillo un cordel de un metro y salió a la calle. Esto permitiría que el ladrillo no se alejara demasiado. Pronto comprobó que el nuevo método también tenía sus problemas. Por un lado, la persona destinataria de su hostilidad debía estar a menos de un metro. Y por otro, que después de arrojarlo, de todas maneras tenía que tomarse el trabajo de recoger el hilo que además, muchas veces se ovillaba y anudaba.
El tipo inventó así el “Sistema Ladrillo III”: El protagonista era siempre el mismo ladrillo, pero ahora en lugar de un cordel, le ató un resorte. Ahora sí, pensó, el ladrillo podría ser lanzado una y otra vez pero solo, solito regresaría. Al salir a la calle y recibir la primera agresión, tiró el ladrillo. Le erró... pero le erró al otro; porque al actuar el resorte, el ladrillo regresó y fue a dar justo a él.
En el segundo ladrillazo se lo pegó nuevamente por medir mal la distancia. El tercero, por arrojar el ladrillo fuera de tiempo... Nunca se supo si a raíz de los golpes o por alguna deformación de su ánimo, nunca llegó a pegarle un ladrillazo a nadie. Todos sus golpes fueron siempre para él.
A veces nuestros actos, nuestras palabras, nuestras actitudes... pueden volverse contra nosotros como si de un boomerang se tratase.